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No lo soñé, el señor que iba en el taxi dijo "¿pero qué puedes hacer contra un diputado federal y su esposa que era delegada del IMSS?". En su historia, el diputado federal y su esposa lo acusaban de haber destrozado un carro con su calafia. La señora, según él, estaba ebria y había provocado un choque muy grave en que su calafia quedó encerrada, pero sin siquiera raspones; en ese momento lo acusaron y lo obligaron, con peritos de tráfico y todo, a pagar 450 mil pesos. Lo único que le quedó, dice, es una diabetes y una artritis generalizada. Iba al hospital, como cada semana, y me dijo, otra vez, "¿pero qué puedes hacer contra un diputado federal y su esposa?"

La historia me dejó aturdido, asqueado. Sentí como si se achicharraran todas las ilusiones del mundo al mismo tiempo, como si me despertara de un sueño antes del orgasmo, como si lo que creía que era México se hundiera en milésimas de segundo. Y empecé a especular ¿qué tal si el señor hubiera estado más informado? ¿Qué tal si al menos hubiera tenido dónde levantar una queja? ¿Qué tal si hubiera llevado el caso a un tribunal? ¿Qué tal si hubiera sabido que podía hacer todo eso?

Me abrió la puerta, le dije "gracias", me respondió "de nada, para servirle" y me dieron ganas de desaparecer…

Todos nos imaginamos algo así, pero escucharlo de alguien que además está seguro de que sus enfermedades vienen del abuso de poder, es otra cosa. Los puestos públicos son vistos por muchas personas como una gran ubre dadora de infinita leche, no importa de donde venga, si la leche es buena y no se acaba. Esto parece común desde el burócrata que recoge los documentos de alguien para darle un vistazo pero que sabe que ese paso es imprescindible, hasta funcionarios federales, como diputados, los que dicen que gracias a sus gestiones habrá más dinero para la educación superior, para salud, para los adultos mayores, para defender a los migrantes…